Decadencia burguesa o vidas obreras

CiberDario
8 min readSep 2, 2024

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New York, George Bellows (1911)

“Quien quiera encontrar en el laberinto de las normas sexuales contradictorias los gérmenes de relaciones más sanas entre los sexos — que prometan liberar a la humanidad de la crisis sexual que atraviesa — , tiene necesariamente que abandonar las cultas estancias de la burguesía, con su refinada psicología individualista, y echar una ojeada a las habitaciones hacinadas de los obreros.” Así expresa Alexandra Kollontai en Las relaciones sexuales y la lucha de clases la potencialidad de la clase obrera para crear una nueva moral sexual acorde con el proyecto comunista. Sin embargo, en las últimas décadas hemos visto cómo diferentes organizaciones y partidos han asociado la liberación propuesta por el comunismo a una defensa de la heterosexualidad, el “sexo biológico” binario y las prácticas sexuales prescritas por la moral conservadora. Las posiciones del KKE sobre cuestiones relacionadas con la homosexualidad o las declaraciones del Frente Obrero sobre la transexualidad como degeneración burguesa han creado una fragmentación entre grupos de obreras politizadas que las opone políticamente y lleva a muchas a participar de proyectos reaccionarios. Ante las descripciones de las personas queer como desviados burgueses enemigos de la clase obrera, ¿qué dice la historia sobre el desarrollo de la sexualidad?

La Revolución Industrial fue una época de grandes cambios para la producción que permitió una nueva forma de organización del trabajo para la humanidad (el capitalismo), pero estos cambios se dieron también, inevitablemente, en las formas culturales-ideológicas. Durante este periodo, los estados occidentales que estaban experimentando un gran crecimiento económico llevaron a cabo fuertes campañas para reforzar el modelo de monogamia heterosexual como único modelo sexual válido, transformándose la familia nuclear heterosexual en el ideal burgués sexual y en la principal unidad de acumulación de riqueza. De esta manera, como ilustra Thomas Lacqueur en su capítulo Sex and desire in the Industrial Revolution, se realizaron revisiones a obras de arte para eliminar el contenido lascivo o “desviado” de ellas (por ejemplo, colecciones de obras de Shakespeare en la que se eliminaban todas las instancias de palabras como “cuerpo” o críticas a obras en que algún personaje femenino no era castigado narrativamente por emanciparse de su familia o vivir soltera). A la vez que se crea este imaginario cultural, los sectores médico, legal y religioso fueron instrumentales en la persecución contra las relaciones homosexuales, la masturbación y la lascivia femenina (es durante los siglos XVIII y XIX cuando se establece el ideal de mujer “ángel del hogar”) mediante la represión policial y judicial, la patologización y el uso del ideal cristiano como arma contra la clase obrera. Con la llegada del s.XX, se comenzaron a impulsar autobiografías obreras como la de Francis Place, reconocido radical reformista, en las que se relataba cómo el matrimonio heterosexual había salvado al autor de una vida indecente y sucia plagada normalmente de abuso de sustancias y experiencias sexuales depravadas; así se construyó un imaginario según el cual la clase desposeída era también fiel seguidora del ideal familiar burgués.

Sin embargo, ¿era esta la realidad de las trabajadoras? En su libro La situación de la clase obrera en Inglaterra, publicado en 1845, Friedrich Engels retrata un proletariado en el que la inmoralidad estaba a la orden del día. La prostitución era una forma para muchas mujeres obreras de aumentar sus ingresos y alimentar a su familia, por lo que no solo era una muestra de la indecencia de estas mujeres para la sociedad burguesa, sino que también ponía en evidencia las constantes fugas de la fidelidad monógama que se mantenía únicamente como imagen para los hombres tanto burgueses como obreros, pero no como práctica. Por otro lado, las jóvenes de clase trabajadora solían tener una vida sexual alejada del celibato que promovía la iglesia, lo que dio lugar a libros como el Everywoman’s book de Richard Carlile, una guía para la contracepción para proteger a las mujeres del escarnio y los diferentes castigos que podía conllevar un embarazo prematrimonial. El mismo ideal de la familia monógama nuclear se veía imposibilitado (como documenta Kollontai en su obra citada al principio del texto) por la imposibilidad material que experimentaban muchas familias obreras de tener vivienda propia, y por tanto vivían en casas ocupadas por más de una familia y habitaciones que alojaban a personas de diferentes sexos y generaciones (algo considerado también censurable por la moral de la época).

En cuanto a las identidades de género y sexualidades disidentes, los dos últimos siglos también contienen una rica historia obrera que se veía entonces censurada y perseguida por la burguesía. En Pederasts and others, William Peniston recoge la historia de muchos de los hombres detenidos o investigados por la policía en París durante el s.XIX. Durante este siglo, a los hombres que mostraban atracción hacia el mismo sexo se les denominaba pederastas, y esta sexualidad estaba tipificada como crimen contra la decencia pública, lo que conllevaba arrestos y penas de cárcel; las condiciones de la homosexualidad durante este siglo desembocaron en la creación de comunidades urbanas clandestinas en la que los “criminales” velaban por su propia seguridad y no hacían visible su atracción sexual. No fue hasta el año 1886 con la publicación del Psycopathia sexualis que el término “homosexual” apareció ante el reconocimiento público como patología, y hasta el año 1973 cuando es despatologizado y considerado una identidad sexual válida reconocida por el sistema.

Con la transexualidad observamos una historia similar. La clase obrera de diferentes países también presentaban grupos clandestinos de hombres y mujeres que se hacían denominar socialmente como del sexo opuesto, llegando incluso a vestir acorde a esa denominación. En este periodo, las personas vestidas en público como el sexo opuesto eran criminalizadas y encarceladas bajo delitos contra la decencia pública. Esto le ocurrió varias veces a Dora Richter, una mujer trans alemana obrera cuyo caso fue popularizado por las investigaciones del doctor Magnus Hirschfeld. Hirschfeld fue el fundador del Instituo Para el Estudio de la Sexualidad de la República de Weimar, donde buscaba investigar y apoyar a homosexuales y personas trans de la República, siendo un importante activista por sus derechos civiles. Dora acudió a Hirschfeld tras haber sido detenida y encarcelada en diferentes ocasiones por llevar vestidos en la calle y tratarse a sí misma en femenino. Las investigaciones de Hirschfeld con Dora fueron esenciales para desarrollar las opciones de transición médica de las mujeres trans, así como para que Hirschfeld estableciera a principios del s.XX el término “travesti” para denominar la condición de lo que ahora conocemos como personas trans. No fue hasta el año 1949 que se comenzó a utilizar la palabra “transexual”, y hasta 1966 que se creó el término “transgénero” para referirse a esta condición. En la actualidad, el DMS sigue categorizando la disforia de género (y la transexualidad en sí, puesto que no la consideran un fenómeno disociable de esta) como un trastorno. Durante el s.XX, tanto las personas transexuales como homosexuales se vieron relegadas a esconder su identidad sexual o a someterse a la imposibilidad de conseguir trabajo, destinando a muchas a la prostitución y otras formas de economía sumergida (como se evidencia en las investigaciones de Richard Linsert, médico comunista, sobre la prostitución masculina, comunidades como el grupo STAR en Estados Unidos o las prostitutas de Guanarteme en Las Palmas de Gran Canaria, pues la prostitución de mujeres trans y cis se ha visto unida durante la historia del capital).

El proceso de creación y descubrimiento de posibilidades sexuales por parte de la clase obrera es la forma que ha tenido esta de desarrollarse sometida a una moral sexual de la clase dominante. En Filosofía de la praxis, Adolfo Suárez recurre a la dialéctica amo-esclavo de Hegel para ilustrar el proceso por el cual la clase obrera se reconoce y avanza a sí misma a través de su trabajo material. Como explica Hegel, el deseo es deseo de reconocimiento, pero para establecer la relación de reconocimiento se requiere un reconocedor y un conocido, siendo estas posiciones excluyentes (es decir, que no se puede ser simultáneamente las dos). Por esto, las diferentes conciencias han de estar en conflicto para ser las que impongan las condiciones del reconocimiento. Sin embargo, el reconocido debe seguir vivo para poder establecer la relación ya mencionada, por lo que el conflicto no puede acabar con un reconocedor vencedor y un reconocido eliminado, sino con un reconocido sometido (de aquí surge la relación de explotación). Los victoriosos (amo) son aquellos que pueden imponer el reconocimiento al vencido (esclavo) dejándolo con vida a cambio del reconocimiento de la victoria de la oposición. Esta dialéctica se concreta en el conflicto de clases del capital en el que es la clase burguesa la que impone su reconocimiento y victoria a la clase obrera, que se ve sometida a la extracción de la plusvalía de su trabajo a cambio de su reconocimiento. Sin embargo, la clase obrera es la única que participa del trabajo material del mundo que lleva a un avance de este a través de su conocimiento desarrollando sus potencias, creando así la posibilidad de auto-reconocerse y llegar a la consciencia revolucionaria necesaria para abolir el sistema de sometimiento actual. Este trabajo material incluye las relaciones entre obreras y las tareas reproductivas para mantenerse como trabajadoras. Es en este proceso en el que la clase obrera ha desarrollado históricamente sus posibilidades sexuales, aunque sin reconocimiento (como es evidenciado por la imposición de términos por parte de la medicina y la justicia burguesas). No ha sido hasta que la progresiva disolución o debilitamiento de las estructuras familiares por parte del capital ha permitido (u obligado) a la burguesía a adaptarse a estas condiciones sexuales que han sido reconocidas como válidas, primero a partir de la patología y posteriormente del reconocimiento legal.

Este proceso histórico se opone completamente al relato obrerista según el cual la diversidad sexual es una importación que hace la clase obrera de las ideas burguesas y que fragmentan la clase obrera transformando a las personas queer en traidoras. La posición reaccionaria que muestra a las personas fuera del estándar cishetero como burguesas es un relato antimaterialista que no hace sino fragmentar la clase obrera en frentes diferentes y que obstaculiza la liberación de la clase al postular como enemigas a comunidades obreras que han sido desposeídas y marginalizadas por el capital. Para liberarnos todas del capital, debemos comprender la forma en la que la sexualidad se desarrolla a medida que la división del trabajo y la estructura de la familia cambian bajo el sistema, sin olvidar que ha sido la clase obrera la que ha desarrollado esas potencias en primer lugar, primero bajo persecución y después bajo el escrutinio del estado capitalistas (esto no significa que la disidencia sexual sea un factor o patrimonio de clase, pero sí que las comunistas debemos luchar contra la fragmentación de las trabajadoras y las acusaciones identitarias). El Instituto de Hirschfeld fue quemado por los nazis que consideraban sus estudios una práctica degenerada, y a sus sujetos como una impureza a purgar. Nosotras no seremos quemadas.

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Notas.

  1. El uso de los términos sexo y transexual en este texto frente a los términos género y transgénero responde a un análisis del sexo como resultado de la división social del trabajo y por tanto tan mutable y construido como el género. Este uso es por tanto derivado de la política marxista y se muestra en contra de usos para una retórica tránsfoba o transmedicalista.
  2. La homosexualidad también se mostró como un reto a la fidelidad monógama, pues muchos hombres homosexuales se casaban con mujeres pero mantenían relaciones con otros hombres clandestinamente.
  3. Este texto trata la homosexualidad centrándose en la homosexualidad masculina pues fue mucho más perseguida y criminalizada que la femenina. El lesbianismo no era mencionado con la misma frecuencia que la homosexualidad masculina en textos legales ni médicos porque se consideraba a las mujeres como seres idealmente asexuales que podían ser afligidas por lascivia hacia el hombre, pero la homosexualidad femenina no era contemplada en muchos casos como posibilidad. Las relaciones del mismo sexo entre mujeres se camuflaban sobre todo como amistades y también tenían estrecha relación con el travestismo femenino (y por tanto con la transmasculinidad) tanto en sus descripciones legales y médicas como en las comunidades que formaban.

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